¿“Normalizar” la salud mental o todo lo contrario?
/En estas líneas, comparto reflexiones acompañadas con ciertos dilemas, los cuales me comenzaron a surgir hace poco más de un año, recién matriculado en el Máster de Psicología General Sanitaria (MPGS), y que me hacen dudar del camino en el que me encuentro. Pero unos dilemas que precisamente me llevan a querer escribir y compartir sobre esto.
La primera vez que leí algo relacionado con el rechazo a la psicoterapia, lo entendí como un ataque al modelo biomédico y la psiquiatría. Y cuanto más conocía, más me convencía de que muchas de esas experiencias negativas eran culpa de malos profesionales o de enfoques teóricos erróneos.
Y es que nunca me había planteado que alguien pudiera renegar de algo que está hecho para ayudar. ¿Cómo alguien no querría tener una mejor “salud mental”, dejar de sufrir, tener una mejor calidad de vida? Pero la realidad es que, en ciertas ocasiones, la terapia puede llegar a suponer todo lo contrario para muchas personas.
*Aviso de contenido delicado en algunas partes del texto*
¿Qué es la psiquiatrización?
Al hablar de psiquiatrización, hablamos de un fenómeno que va más allá de la psicoterapia. Por como yo lo entiendo, la psiquiatrización actúa al mismo nivel que los prejuicios, es como una lente desde la que observamos el malestar psicológico (en general, la conducta humana) y le ponemos unos límites que no puede sobrepasar.
Históricamente cada cultura ha contado con una serie de criterios que establecen cuál es la “normalidad”, de modo que todo lo que queda fuera de estos límites se asume como señal de algo que no funciona bien. Y esta “anormalidad”, al percibirse como algo extraño que está mal, es un factor que contribuye al estigma que sigue existiendo alrededor de la “salud mental”.
Tal y como se explica en este artículo de forma muy clara, entender así el sufrimiento humano en nuestro día a día puede resultar en una serie de prácticas que acaben por añadir daños que no existían. Pero llevado a la terapia psicológica, la intervención también puede llegar a ser perjudicial para la persona que acude buscando ayuda. En un ejemplo muy cotidiano, una persona con problemas de ansiedad ante los exámenes es muy posible que acuda a terapia (o en muchos casos al médico de cabecera) y en poco tiempo tenga un diagnóstico de ansiedad y algún ansiolítico recetado para reducirla.
Dentro de lo aparentemente beneficioso y la buena intención, de entrada, la medicación puede tener una serie de efectos secundarios que sean perjudiciales para la persona (iatrogenia). A su vez se transmite la idea de que es necesario curar la ansiedad, que esa forma de sufrimiento no es deseable, como si el sufrir no formara parte de la vida (de la normalidad).
Nos podemos imaginar entonces lo potencialmente violento de este fenómeno al tratar con casos más “extremos” que este (sin quitar validez ni comparar grados de sufrimiento). Personas que acuden a terapia tras años viviendo en condiciones precarias, o soportando diversos tipos de discriminación, o sufriendo malos tratos y violencia, y que reciban todo lo contrario a la ayuda que buscaban.
Pero ¿cómo puede influir la psiquiatrización en la terapia?
Evaluación
Esta es la fase inicial de la psicoterapia, destinada a recoger la información que comparte el “paciente” sobre su problema y analizarla en busca de posibles síntomas que puedan indicar la existencia de un trastorno (al menos desde los modelos imperantes en psicoterapia). De entrada, esto se plantea como algo inocuo y necesario, ya que es importante saber bien qué le pasa a alguien para poder ayudarlo.
Sin embargo, partiendo de cómo la psiquiatrización entiende el sufrimiento, es fácil caer en prácticas dañinas que luego influyan en nuestro quehacer. Por ejemplo, que un terapeuta emita juicios de valor sobre las conductas (incluidos pensamientos o emociones) que realiza la persona.
Imaginemos un terapeuta que entienda la introversión de su “paciente” como algo negativo que debería modificar, porque dice que es la causa de sus problemas laborales. De esta forma estaría dejando fuera la historia y contexto de la persona, quien puede ser que se comporte de forma distante porque simplemente no le caen bien sus compañeros de trabajo, porque no ve necesario mantener una relación cordial con ellos, o que precisamente le acosen porque es “demasiado callado”.
Por lo tanto, algo que de primeras puede parecer inofensivo, puede llegar a convertirse en una situación invalidante en la que la persona se sienta incómoda y juzgada. Además, de nuevo, se transmite la idea implícita de diferenciar entre formas de expresión válidas (ser sociable o extrovertido es normal) y otras que no lo son (ser introvertido no es deseable).
Diagnóstico
Tras realizar una evaluación exhaustiva de todos los síntomas, de nuevo desde las prácticas más comunes en la clínica, se procede a establecer el diagnóstico de un trastorno psicológico. Aquí, de nuevo, corremos el riesgo de ‘desconectar’ ese diagnóstico del contexto y la biografía de la persona.
Para muchas personas, el diagnóstico es un alivio ya que les permite dar un nombre y un sentido a su malestar. Es decir, puede dar cierta sensación de control a estas personas o actuar a modo de explicación de su problema reduciendo su sensación de culpabilidad. Pero en otros casos puede tener el efecto contrario, haciendo sentir culpable a la persona al situar las causas de su problema en su interior.
En este sentido, este puede ser el punto de inflexión en el que algunos “pacientes” empiecen a sentirse deshumanizados . Puede ser que tanto los profesionales como las personas de su entorno comiencen a darle más importancia a esta etiqueta, antes que a las circunstancias de la persona que están influyendo en su malestar. No son pocos los casos en los que personas acuden al hospital con dolencias que pueden ser infravaloradas por los médicos al atribuirse inmediatamente a su diagnóstico psiquiátrico. Sobra mencionar los peligros que conllevaría descartar cualquier condición orgánica de un plumazo en un caso así.
Como analistas de conducta, sabemos que estas etiquetas no hacen más que resumir un puñado de comportamientos, pero para muchas personas y profesionales de salud mental suponen la causa de los “síntomas”, así como de todo el sufrimiento que ha soportado la persona. Como decimos, situar las causas de sus problemas en el interior de la persona conlleva responsabilizarla del sufrimiento padecido, culparla por ello.
También es peligroso el quedar etiquetado, marcado y estigmatizado con etiquetas a menudo desconocidas para gran parte de la población. Aunque cada vez la “salud mental” es un tema más y más popular, también hay mucha desinformación al respecto, a raíz del trato banal y caricaturizado que reciben los “trastornos mentales” por parte de medios de comunicación, series, películas, etc.
Los propios profesionales de “salud mental” no estamos exentos de caer en distorsionar y caricaturizar estos trastornos, por lo que debemos tener especial cuidado. Dado nuestro rol, el peso que pueden tener nuestras opiniones es mucho mayor, por lo que, a la hora de divulgar, es importante intentar transmitir esa idea de que los trastornos solo son etiquetas que resumen conjuntos de conductas y no tienen valor explicativo, ni son “entes” anormales y raros.
Tratamiento
Una vez los síntomas son identificados y etiquetados, el objetivo final del proceso terapéutico es el cambio. Es decir, eliminar esas conductas “anormales” y cambiarlas por otras más “adaptadas”. Por lo tanto, esta puede ser la fase donde más violencia encontremos, especialmente en casos donde el tratamiento es impuesto y obligado por el profesional, o cuando no se informan sobre posibles alternativas.
De todos modos, aunque el tratamiento no sea forzado, una vez llegado a este punto de la terapia es fácil que el “paciente” haya asumido la lógica del proceso, si no tiene más información acerca de su “trastorno” que la que ha proporcionado su terapeuta. Volvamos al ejemplo anterior de una persona con ansiedad por los exámenes:
Imaginemos que le decimos a esa persona que la causa de esta ansiedad se encuentra en que no cree lo suficiente en sus capacidades ni en su inteligencia, o que no ha trabajado lo suficiente ni ha sido constante, o que no tiene un adecuado control de sus emociones, y que por eso se siente sobrepasada por los exámenes.
De esta forma, estaríamos dejando fuera de la ecuación variables estructurales como un calendario agobiante donde los exámenes se acumulan en unos pocos días, explicaciones poco claras y apuntes extensos dados por algunos profesores que aumentan la cantidad de trabajo que debe dedicarse, o la sensación que transmiten muchas personas (profesores, estudiantes y familiares) de que suspender es sinónimo de fracaso. De esta forma estaríamos siendo participes de forma activa de un sistema que a menudo opera con violencia, incluso en un caso tan común y “light” como este.
Por lo tanto, será más fácil que acepte el tratamiento que se le ofrece para su problema (técnicas de relajación o incluso ansiolíticos), ya que no verá otra alternativa. Incluso puede ocurrir, en caso de negación por parte del paciente al tratamiento, que se achaque el rechazo a la denominada “resistencia terapéutica”, muchas veces alegando que la persona no tiene suficiente conciencia de su “trastorno”. De nuevo, la raíz de los problemas se sitúa en el interior de la persona.
En los casos más graves y extremos, especialmente cuando entra en juego la Psiquiatría, muchas veces el rechazo explícito del “paciente” no sirve para nada. Nos encontramos numerosos casos de ingresos involuntarios en plantas de psiquiatría, de contenciones forzadas (atar a personas a sus camas), obligación para tomar fármacos… Y en el caso de los fármacos, aunque el “paciente” acepte su tratamiento, muchas veces desconoce los posibles efectos secundarios o el potencial adictivo que tienen muchas de estas pastillas, con las consecuencias perjudiciales que conlleva.
Conclusión: Revisarse y mejorar
Es necesario destacar que se han descrito las fases más comunes en psicoterapia (evaluación, diagnóstico y tratamiento) desde el modelo cognitivo-conductual, el cual es el más cercano a la forma de actuar del modelo biomédico propio de la Psiquiatría. Aunque no es el único enfoque desde el que la psiquiatrización puede actuar, a distintos niveles, dentro del funcionamiento habitual del sistema de “salud mental”.
Somos los profesionales quienes debemos hacer un esfuerzo consciente y deliberado por entender el comportamiento (y el sufrimiento) de forma contextualizada y biográfica, en lugar de centrarnos solo en la “sintomatología” y en patologizar el comportamiento de estas personas (verlo como “anormal”). En la medida en que nos alejemos de estas prácticas más comunes del modelo biomédico, seremos menos propensos a acabar actuando de formas potencialmente iatrogénicas, e incluso violentas.
Debemos evitar caer en esos procesos de detectar “trastornos” para someterlos al proceso terapéutico de forma acrítica. No podemos contribuir a ese proceso de “normalización” social que busca convertir a los “pacientes”, debemos intentar ser verdaderos agentes de ayuda para las personas que acuden a nosotros. De lo contrario, podemos caer en cronificar y empeorar el sufrimiento de estas personas.
Incluso los terapeutas conductuales o contextuales, si bien nuestro conocimiento sobre comportamiento humano y principios de aprendizaje es muy preciso y valioso, para nada somos inmunes a estas prácticas. De hecho, tenemos mucho que decir y aportar para cambiar estos procesos dañinos. Por lo que también deberíamos cuidarnos y revisarnos en estos aspectos, y no olvidar las voces de aquellos que son los principales afectados por nuestro quehacer.
Pedro Sánchez López
Graduado en Psicología por la Universidad de Málaga (UMA), realizando el Máster en Psicología General Sanitaria por la Universidad de Cádiz (UCA) y estudiante del Curso de Experto en Intervención Clínica a partir del Análisis Funcional de Instituto Libertia. En aprendizaje constante sobre análisis de conducta y sobre el mundo en general. Sígueme en Twitter y LinkedIn.